La eterna espera.
Bueno, para que el lector pueda recrear la escena, describiré dónde y como me ubicaba. Estaba parado con los hombros y un poco de mi espalda apoyados sobre una pared neutral, que se encontraba en medio de un bar y una heladería tan lúgubre como los árboles desnudos por el otoño y sus brisas cómplices y desaforadas que se llevaban a su paso las pocas hojas débiles que quedaban prendidas de él. En su interior, luces tenues y 3 mesas ocupadas. La mayoría de los clientes que concurrían, que tan poco eran muchos, eran mayores de 50 años. Quizás por el ambiente tranquilo y sereno. Desde afuera veía como dos señores mientras tomaban un café, y uno de ellos hojeaba un diario que había sobre la mesa, charlaban con una letargia agonizante que sus caras no parecían esforzarse por disimular. Y su exterior, compuesto por dos mesas con sillas, ambas vacías. Lo único que las ocupaba era un cenicero redondo de vidrio y un servilletero de madera color roble. Y un banco blanco que estaba entre la calle y la vereda, en el que una pareja decidió sentarse para compartir 1/4. La chica tenía el dominio sobre el pote. Mientras que el chico sólo acercaba sigilosamente su cuchara cada vez que podía. Ya que aparentemente ella era muy gesticulosa, y al compenetrarse con algún tema de conversación que les surgía, revoleaba el helado cual licuadora, al mismo tiempo que explicaba con sus inquietas y escandalosas manos lo que con su boca decía.
Y a mi derecha el bar, del que provenían las canciones que musicalizaron mi larga espera en aquella esquina, nexo de dos avenidas. La especialidad del lugar era la variedad de cervezas artesanales. Pero lo que a mi más me atraía, eran los clásicos del indie que sonaban. Era como si la persona que elegía los temas, se hubiera basado en mi playlist predilecto. Se la pasaba bien ahí. Y ese era el plan que había preparado para ese viernes con ella.
Era una noche brillante, me prendí un cigarrillo más y deslicé mi mirada hacia arriba, siguiendo el camino que emprendía el humo que salía de él. Fue ahí cuando pude contemplar, en la cúspide de lo más alto, una luna llena y resplandeciente sobre mi. El cielo estaba vestido de un azul oscuro y pleno. Libre de nubes que pudieran opacar su belleza. Adornado con lentejuelas parpadeantes que iluminaban las a la par de los faroles que custodiaban aquellas calles.
Le di un vistazo a la hora. Habían pasado 35 minutos de las 21. Había perdido la cuenta de los cigarrillos que fumé en esa media hora. De repente tuve la sensación de que el cigarrillo se consumía muy lentamente y que las cenizas caían como si estuvieran flotando en el espacio. La gente seguía caminando, pero a paso de astronauta. Por un momento dejé de observar la multitud con detenimiento y empecé a verla de reojo, porque cada dos parpadeos de mi ojos, ellos daban un paso. Se volvió monótono. El tiempo parecía paralizado. Ya me estaba impacientando, y la espera se me hacía eterna.
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